Una década después de El viaje de Chihiro (que ya es decir bastante), en el que Miyazaki explora tantas ideas y abre tantas puertas que, por momentos, puede parecer difícil de seguir (o de entender a qué se refiere con que la película tiene tintes autobiográficos). Es la extravagancia del director en su estado más radical y puro, por lo que quizá no sea la mejor película para acercarse a él. Sin embargo, para sus fans, será otro auténtico deleite ver el nivel de detalle, ambición y cuidado en su animación, tan palpable que permite sentir la consistencia de una cama o el movimiento realista de un líquido, todo al servicio de una historia que, a pesar de sus elementos más alucinantes, nunca deja de lado la emotividad.
Studio Ghibli está asociado, casi de forma inseparable, al nombre de Hayao Miyazaki, maestro de la animación que fue uno de sus cofundadores y director de casi todas las animaciones más icónicas del estudio, como Recuerdos del ayer. Su película más reconocida es La tumba de las luciérnagas, basada en la novela homónima del escritor Akiyuki Nosaka, inspirada en sus experiencias como joven durante la Segunda Guerra Mundial. La historia sigue al adolescente Seita y su hermana pequeña, Setsuko, quienes quedan huérfanos y desamparados tras bombardeos estadounidenses en Kobe, Japón. La película recupera con fidelidad las dificultades que atravesaron muchos niños en Japón durante la guerra, y si bien no cae en el miserabilismo, tampoco se toca el corazón para retratar la dura realidad a la que los niños protagonistas son arrojados. Es una de las películas más auténticas, conmovedoras, pero devastadoras, que se han hecho sobre la Segunda Guerra Mundial. Yo, por lo menos, no he podido verla más de una vez.